Por Guillermo Veira
Las diferencias entre el bienintencionado discurso y la crueldad práctica de la guerra.
El gobierno de México no renuncia a figurar como uno de los referentes del cambio de política a nivel internacional: medio ambiente, derechos humanos, política de drogas… No se conforma con un tema y pretende abarcarlo todo en ese narcisismo megalómano que define a su actual presidente. Un país que ignora los más de 120.000 muertos vinculados a la guerra contra el narcotráfico, 27.000 desaparecidos, la mitad de ellos en los últimos cuatro años, 4.000 denuncias de tortura y un 99% de impunidad en los delitos.
Un país que sus dos últimas elecciones presidenciales han sido objetivo de denuncia de fraude: la que llevó al poder a Felipe Calderón Hinojosa, el impulsor de la guerra contra el narco, y la que permitió la vuelta al poder al PRI de la mano de Enrique Peña Nieto. Un presidente que adora las cámaras, tanto como a sí mismo y que nunca ha tenido miedo de enfrentarlas armado de mentiras o, buscando el optimismo, con ausencias de datos deliberadas. Ya no se trata de una carencia absoluta de capacidad de gestión o del “mal humor social”, hay algo mucho más siniestro que en las últimas semanas se empieza a concretar, de nuevo, en este país. El 4 de mayo se cumplieron diez años de una de sus actuaciones más descriptivas de esta nueva política, que no tiene nada de nueva. 10 años de Atenco, de impunidad.
Una guerra contra la gente
El 4 de mayo de 2006 un operativo conjunto de la policía con equipo antidisturbios entró al poblado de San Salvador Atenco. Era la manera en la que el actual presidente quería zanjar una serie de protestas populares en contra del nuevo proyecto de aeropuerto en tierra comunal. Un operativo salvaje que se saldó con más de 200 detenidos, 2 muertos, uno de ellos un menor de 14 años y 23 mujeres abusadas sexualmente por la policía durante su detención, que el documental Romper el Cerco contextualiza y narra de forma detallada.
La estrategia del gobierno fue paradigmática: en un principio negarlo todo, en segundo lugar criminalizar a los denunciantes, acto seguido aceptar parte de la responsabilidad deteniendo a supuestos responsables materiales y por último intentar comprar a los agraviados para que retiren sus denuncias. Eso fue hace 10 años. En septiembre de 2014 cuarenta tres estudiantes de secundaria fueron atacados, detenidos y desaparecidos por policías locales con la complicidad de funcionarios y militares. El gobierno del ahora presidente Peña Nieto lo negó, luego acusó a los estudiantes de ser parte del narcotráfico y al final se vio obligado, a instancias de la Organización de Estados Americanos (OEA) de permitir una investigación paralela por parte del Grupo de Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Pero una cosa es permitir y otra colaborar.
Una guerra contra la verdad
Las primeras conclusiones del GIEI pusieron en duda la llamada “verdad histórica”: nombre de la supuesta reconstrucción de los hechos defendida por el gobierno mexicano. Siguiendo su estrategia clásica las autoridades empezaron negándolo todo. El mes de septiembre, en su primer informe (y último), el GIEI comunicó la manipulación de pruebas, omisiones y uso de torturas para sostener la “verdad histórica”. También evidenció la participación de las diferentes corporaciones de seguridad pública y del Ejército en el ataque y posterior desaparición de los estudiantes. Ante este hecho el gobierno mexicano, así como hace en los casos internos recurrió al segundo paso. Tomás Zerón de Lucio, director de la Agencia de Investigación Criminal (AIC), representante del gobierno en la investigación y persona sospechosa de sembrar pruebas en el informe del GIEI, descalificó públicamente al equipo de expertos, poniendo en duda su profesionalidad. Unas declaraciones que fueron acompañadas por la notificación de la Secretaría de Gobernación (Ministerio de Interior mexicano) de no prorrogar la presencia del GIEI para continuar las investigaciones. Una respuesta que contrastó con la que diferentes publicaciones como The Economist o The New York Times denunciando las flagrante anomalías en el sistema de justicia mexicano, o con las declaraciones de expertos de la ONU pidiendo al ejecutivo mexicano de acatar las recomendaciones del grupo de expertos. Erika Guevara-Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional, fue más contundente: “La respuesta oficial a la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y la ejecución extrajudicial de tres personas es la trágica ilustración de la actitud que tiene Enrique Peña Nieto frente a los derechos humanos: Esconder o ignorar los hechos y esperar que las acusaciones simplemente se esfumen”.
Una guerra no es una democracia
En este país donde su presidente pretende erigirse como el referente responsable en materia de política de drogas, el 29 de abril de este mismo año, una semana después del anuncio de la nueva regulación del cannabis desde la óptica del respeto a las libertades individuales, el Senado de la República ratificó las reformas al Código de Justicia Militar que faculta a los juzgados militares a realizar cateos domiciliarios, autorización para interrogar a niños, la intervención de comunicaciones privadas que se realicen de forma oral, escrita o por medios electrónicos y digitales, la geolocalización a tiempo real a través de aparatos electrónicos, además de restringir el acceso a los periodistas a estos juicios. Si a esto le sumamos los datos del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) que apuntan a que una de cada cinco víctimas de conflictos armados murió en México o Centroamérica en 2015 nos obliga a replantearnos la forma en la que miramos a este país y a sus responsables. Según el mismo informe esta región reúne el 99 por ciento de los muertos en conflicto del subcontinente y se encuentra a la par de las víctimas en Irak o Nigeria, aunque a diferencia de estos países la mayoría de los enfrentamientos se llevan a cabo con armas ligeras. Con estos datos, que empeoran drásticamente cada año desde 2006, es difícil creerse que Peña Nieto pueda ser presidente de lo que muchos entendemos como democracia. Y sus acciones, que no sus discursos, ayudan a que siga siendo el presidente de una guerra a la que todavía resulta muy difícil intuir su final.