Por Drogoteca
Todavía estoy haciendo la digestión -fue un plato fuerte- tras haber visto hace horas la segunda parte de Trainspotting. Por viejo -sólo relativamente, claro- podría caer en el error de creer que todos conocen Trainspotting y lo que supuso esa película, hace 20 años que es cuando se estrenó la exitosa original, pero no: haced la prueba y preguntad a gente por debajo de los 25 años de edad.
T2 Trainspotting
Yo la hice en mi club cannábico y, salvo esos personajes cinéfilos o que ven todo lo que sea “cine de drogas”, nadie por debajo de 27 años de entre más de 15 personas presentes, conocía -siquiera de oídas- la película. Ya, cuando introducías la referencia de la heroína por medio, a alguno más se le encendía la bombilla y relacionaba algo, pero parece ser que -aunque en su día lo fue todo y su cartel decoraba habitaciones de jóvenes en medio planeta- la película germinal, Trainspotting, no está dentro de las referencias culturales de los jóvenes actuales, al menos como conocimiento genérico para ellos, que sea referenciable como lo es para la franja superior de edad.
Decir Trainspotting a alguien de la “franja joven-de-edad-cuando-se-estrenó” es lo mismo que decirle “heroína”, como nombrar al -ahora renovadamente- archiconocido Pablo Escobar, es mentar a la cocaína, invariablemente. No voy a entrar a contar nada de la película inicial, salvo que no tiene sentido ir a ver “T2 Trainspotting” sin haber visto -añadiría que asumido e integrado a fondo- la primera parte.
¿Por qué? Pues aparte de por ser -al menos en lo oficial- una secuela, y aquí empiezo con la crítica (razonada) a la obra, la película está llena de guiños y pequeños “flashes visuales” cuya información es -cognitiva y emocionalmente- muy relevante para lo que nos están contando, pero si no se tiene el bagaje previo de haber visto (a fondo) la primera parte, no se podrá disfrutar de estos destellos geniales, ni a la mitad de todo lo que lo permite esta estupenda obra, y es mucho.
Momentos que nos trasladan -décimas de segundo, o un par de segundos a lo sumo- a escenas con una importancia primordial, como la de Sickboy llorando ante el cadáver de aquel niño que dejó de respirar en la cuna, y del cual “ese día, todos, supieron quién era el padre”. O la de Renton cuando -en pleno mono mientras sobrevive, tirado en un colchón de mala muerte que usa como cama- su colega se presenta en casa con dinero, y le dice que le paga unas dosis pero que le lleve a pillar porque él también quiere probar la heroína: el mito de la heroína -cabalgando- de nuevo…
Aunque se había negado muchas veces, finalmente Rentón acababa aceptando el envenenado regalo para evitarse -con heroína también- el lamentable estado de “mono” en que se encontraba. Acaba aceptando a llevarle a pillar, y su colega muere meses después. Su muerte, en realidad fue por falta de higiene y vivir entre heces de gato, animal que su ex-novia rechazó como regalo, aunque se daba a entender que esa dejadez fue causa secundaria a la heroína, elevada a categoría de chivo expiatorio y señalada por todos como culpable, consumidores incluidos.
Ese hecho representa otro de esos “crímenes comunes” de los que culpan a quienes usan heroína: la gente cree que nosotros debemos ser los guardianes de la moral, y juzgar sin equivocación si aquel que nos pregunta cómo conseguir heroína, es apto o no apto para tomar dicha droga, ahora y en su futuro. ¿Se puede esperar que haya alguien en el planeta capaz de hacer eso? ¿Y por qué coño lo esperan -además como normal- de un yonqui pasando el mono? Sin embargo, es otro yonqui quien se lo echa en cara, haciendo gala del peor estigma al uso en este ámbito de las drogas.
Esas dos escenas, esenciales para entender el la evolución psico-emocional de la película y sus personajes, se encuentran desarrolladas a fondo en la primera parte, pero lógica y pobremente representadas (para quien vaya “de nuevas” al cine) en esta segunda, a pesar de su importancia en el desarrollo de la trama.
He nombrado ya a Renton -el protagonista, al menos en la primera película- y a Simon AKA SickBoy, y me faltan 2 para completar a los 4 mosqueteros, reunidos de nuevo para esta peculiar segunda parte. Me faltan Begbie y Spud. Begbie era el mayor de todos por edad, el más agresivo e innecesariamente violento, que descargaba su frustración a golpes -o navajazos- contra el más pringadete del lugar, para luego jactarse de que había tenido que defenderse de 3 expertos karatecas a los que -por supuesto- ganó en una increible pelea, sin despeinarse siquiera. Begbie es un tipo que haría parecer a Torrente un experto en protocolo y buenas formas; ya lo era antes y no ha mejorado mucho -en el talego- estos años.
Begbie no era el mejor candidato de todos ellos para el cambio, y es el que menos lo acusa en sentido “evolución personal”, aunque es el que más acusa la edad y lo que la vida te va poniendo en medio -como tu familia, tu mujer e hijo con los que has sido siempre un maltratador- y que no puedes “ignorar o emborracharte hasta que desaparezca el problema”. En esta película, se nos muestra –(**mini-spoiler**) de forma incuestionablemente clara (**mini-spoiler**)- que lo que “le pone” a Begbie es su propia adrenalina, como alguien -sabiamente- decía en la primera parte, producida en su cuerpo gracias a su comportamiento ultraviolento.
Y me queda Spud, al que tengo un especial cariño -más incluso desde que vi esta segunda parte- porque ya en la primera parte de la saga, se veía que era el que menos luces tenía de todos y el que vivía mas a merced del miedo. Spud es el único de ellos que siguió siendo un pobre yonqui buscavidas, que sumados a 20 años de ese tipo de consumo de drogas (pobreza, marginalidad, falta de conocimientos y calidad relativa a lo que consumes, adulteración, abusos policiales, chantajes, agresiones, violencia institucional, etc.) es el que tiene una mayor factura vital y emocional que pagar por ser lo que es, y seguir siéndolo: un yonqui que no consigue dejar de ser lo que ha sido hasta ahora, y no le satisface seguir siéndolo (y no, no es por la heroína).
Sin embargo, si Spud es quien tiene la salud menos cuidada -en general- es el que parece tener unos niveles morales y éticos que, a diferencia de los de sus compañeros sí han evolucionado hasta superar claramente la media de su entorno. Tal vez ese grado -adquirido con el tiempo de los 20 años transcurridos- por el que ostenta una mayor conciencia y empatía, es precisamente su mayor enemigo a la hora de sobrevivir -esta vida- el tiempo adecuado y no “salir del juego” antes de que no te queden más opciones, forzado por el sufrimiento ante el medio en que le toca vivir y aquello en lo que su vida acabó deviniendo.
Spud fue el único de los que se quedaron sin el dinero del negocio, que sacó (sin querer ni esperarlo) partido del robo y del dinero de la venta de aquella heroína. Pero Spud decidió cogerse el dinero que le dejó Renton antes de abandonar el país, y no decirlo a nadie, posiblemente para no repartirlo. Ese hecho le deja “en mal lugar” ante el resto de compañeros, que no vieron un solo penique del dinero, aunque viendo con quién quedó, resulta comprensible que no dijera nada; menos a alguien cuyo placer proceder de abusar del débil.
Sigue, al mismo tiempo, siendo ese mismo chico sin luces y cuyo razonar más honesto podría meterle en problemas porque “le falta un hervor”; es una especie de niño “naturalmente bondadoso, primario e ingenuo” hasta la ignorancia más entrañable, cuya presencia aporta calidez y honestidad. Su personaje resulta -por el contrario con respecto a la primera- esencial para esta segunda parte cuya dinámica básica pivota sobre el normal transcurrir e “ir dejando que los personajes ajusten las cuentas pendientes” entre ellos cuatro, tras esos 20 años y una grave traición -entre “amigos”- que nunca se pudo tratar, por la lógica huida de Renton sin fecha de regreso, hasta este punto en que se retoma la historia.
Falta Diane, la preciosa muchachita de la primera parte, actualmente abogada y que hace una breve aparición, en la que advierte a Renton que su nueva amiga (con quien comparte un parecido intenso) es “demasiado joven para él”. Como es de esperar, la advertencia no sirve de nada, y el espacio argumental que antes ocupó Diane, ahora la ocupa ella: Veronika.
Un personaje realmente magnético y felino, que conforma una deliciosa guinda a un broche de cierre perfecto, como creo que es esta segunda, y espero, final y última parte. Tras reposarla, para escribir sobre ella, no puedo sino redescubrirla otra vez como una película de corte tremendamente clásico -ahora me parece insultantemente obvio- pero que no fui capaz de captar hasta que terminó. Un último aviso para buscadores de sensaciones: en esta película, drogas hay -claro que sí- pero menos que en otras, ya que no va de eso…