Por Drogoteca
“Hace un mes, me encontraba con un buen estado de salud, incluso robusto. A mis 81 años, todavía nado una milla al día. Pero mi suerte se ha terminado: hace unas pocas semanas averigüé que tenía múltiples metástasis en el hígado.
Hace 9 años me descubrieron un raro tumor en el ojo, un melanoma ocular. La radiación y el láser, necesarios para destruir el tumor, me dejaron ciego de ese ojo. Aunque los melanomas como ese causan metástasis en un 50% de las ocasiones, dadas las particularidades de mi caso y diagnóstico, la probabilidad de que se produjera metástasis era mucho más baja (un 2%). Yo estoy entre esos desafortunados.”
De esta forma, el 19 de febrero del 2015, Oliver Wolf Sacks, empezaba a ajustar sus cuentas con la vida de forma pública tras asumir el hecho inevitable de una muerte próxima debido al cáncer que se había extendido por su cuerpo. En un impecable artículo publicado en “The New York Times” hacía público su estado de salud, y al mismo tiempo desgranaba unas cuantas reflexiones sobre su propia vida, ya a la luz de una muerte anunciada. Lo hacía con humor y gratitud, usando a modo de guía para comparar el “testamento espiritual” que dejó el filósofo David Hume cuando supo que estaba mortalmente enfermo a la edad de 65 años. Oliver se encontraba satisfecho: de entrada había podido disfrutar varios años más de rica existencia que el filósofo escocés. Incluso escribiendo sobre su propia muerte, sus palabras seguían desbordando pasión, curiosidad y vida.
Oliver Sacks moría poco más de medio año después, con 82 años de edad, el 30 de agosto del 2015, y sabía que lo hacía -morir- con la suerte de haber vivido una gran vida que, como él mismo decía, había estado “llena de trabajo y de amor”.
¿Y qué hace que este hecho -un hombre más que muere tras una infrecuente vida feliz- merezca un poco de nuestro escaso y contra-reloj tiempo? Oliver Sacks fue una de esas personas que procuró dejar el planeta, y a sus habitantes, un poco mejor de lo que estaban cuando él los encontró. Y creo sinceramente que fue de los que, además de intentarlo, lo logró en buena medida. ¿Pero quién era este tipo?
Oliver Sacks era un chico con la mirada curiosa de un químico. Las relaciones de su tío con un metal -el tungsteno o wolframio- le abrieron de niño un mundo de comprensión y percepciones ajeno a otros, en el que los elementos químicos eran los protagonistas. No había muerte ni había vida, sólo química decía él. Y esa química fue su refugio personal, su lente para colorear el mundo que le había tocado vivir, incluso ya como adulto. Nos lo contó en “Tío Tungsteno: recuerdos de una infancia química” en la primera ocasión en la que se sentó a escribir sus memorias.
No debió hacerlo mal, ya que su libro fue considerado como el único capaz de medirse con “La Tabla Periódica” de Primo Levi, que es aclamado como “el mejor libro de ciencia jamás escrito” por la Royal Institution inglesa y por apreciado como una joya para incontables químicos. La comparación la estableció un premio Nobel de Química y lo hizo después de decir “uno no necesita ser un químico -profesional- para poder disfrutar de las maravillas de la transformación química. Hoy entre nosotros contamos con alguien así: Oliver Sacks”.
Los químicos, en general, son un clan bastante cerrado a la hora de aceptar nuevos miembros en la categoría de “colegas”. Al menos, los grandes químicos. Hay quien postula que esto se debe a que los químicos son creadores en el sentido artístico y también en sentido estricto, ya que son el colectivo que crea nuevas disposiciones atómicas que nunca antes habían existido o estudia las que no se conocen aún, y las adapta para el resto de los mortales. La alquimia fue algo iniciático desde sus oscuros orígenes, algo que no estaba hecho para ser compartido con todos. Y creedme cuando os digo que el que un premio Nobel de Química incluyera e presentara como “un igual” a quien nunca fue un químico de formación y profesión, se puede considerar un honor más infrecuente que el premio sueco.
Sin embargo Oliver Sacks no se dedicaba profesionalmente a la química, sino que supo plasmar para todos una forma de ver las relaciones de la materia que estaba profundamente imbricada en una especial forma de ver la vida. No era una forma de percibir el mundo que no haya visto antes: la he observado con la misma claridad en las obras y palabras de “deidades químicas” como Albert Hofmann o Alexander Shulgin. Aunque ellos eran químicos de formación y profesión y Oliver Sacks era sólo un médico neurólogo, seguro que en un más allá -en el que ninguno de ellos creía- harían buenas migas. Aunque es posible que Sacks ya las hubiese hecho, hace mucho ya, con algunas de las creaciones moleculares de estos alquimistas de la conciencia humana.
Sacks estudia medicina en UK, pero en cuanto termina sale huyendo de su familia y del entorno opresivo y moralista que es el país tras la segunda guerra mundial para aterrizar en Canadá, desde donde fragua su salto a USA, que sería finalmente su destino. ¿Qué ciudad? San Francisco, años 60.
¿Y a qué se dedicó? Pues además de currar en el hospital, se hizo motero, culturista y levantador de pesas -de esos que de una hostia te convencen 3 meses- y se unió a esos chicos que hacen excursiones en moto por todo el país: los “Ángeles del Infierno”. Aparte, tomó con generosidad alcohol, cannabis, LSD (tal vez salido de las manos del propio Hofmann), anfetaminas y a saber cuántas drogas más que pudieran caer en sus manos (o salir de ellas). Por supuesto, nunca dejó de ser un químico en espíritu ni en su pequeño laboratorio amateur, donde siempre estuvo -de una forma u otra- en contacto con la química.
Un buen candidato para presentar en la cena de Navidad, interesante como pocos invitados podrían serlo. Ahora toda esa época turbulenta se describe como su lucha personal contra sus propios demonios y contra la herencia represiva que recibió de sus padres por ser homosexual, lo cual es bastante cierto sabiendo que salió de UK quemando naves con su familia, especialmente con su castrante madre. Sin embargo, aunque pudiera ser más o menos conocido por su entorno, Oliver Sacks no reconoció públicamente su homosexualidad hasta su ultima biografía publicada hace unos meses: “On the move”.
Tras estos revueltos inicios en su vida adulta, Oliver se miró un día al espejo viéndose demacrado y pensó que, si seguía por la misma senda, no duraría vivo ni un año. Así que se obró ese extraño milagro por el que un cachas gay de gimnasio, químico amateur y generoso usuario de drogas que macarreaba las carreteras en moto con sus colegas del infierno, acaba sus días como escritor de best-sellers de divulgación científica y neurólogo de prestigio internacional aclamado por los más respetados miembros de la comunidad científica como “humanista”. ¿Qué pasó entre medias?
Oliver Sacks se centró en su trabajo como neurólogo, y en especial en sus pacientes y su calidad de vida por encima del simple y frío diagnóstico. Y fue la mente creativa de Sacks (y su íntima relación la química psicoactiva) la que encontró -violando algún protocolo seguramente- que había una sustancia precursora de la dopamina, de estructura simple y similar a la anfetamina, que se llamaba L-DOPA y que permitió a un grupo de pacientes afectados por un extraño sueño durante décadas volver a la vida, aunque fuera temporalmente. “Awakenings” -o “Despertares” en castellano- fue el libro que le lanzó al mundo literario, contando su experiencia con estas personas que gracias a esa sustancia, recuperaban -décadas después con los problemas de ajuste que eso produjo- la capacidad de interactuar de forma normal con su entorno y que posteriormente sería llevado al cine, con un pasteloso resultado que no le hizo justicia en lo profesional, llevándole a ser conocido y apreciado ante el gran público.
Doce años después de ese libro, Sacks publicó el que muchos consideramos la gran obra de su carrera: “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”. El título del libro, que era una interesantísima recopilación de casos de daño neurológico y de cómo esos pacientes lidiaban con ellos en su vida diaria, hacía alusión al caso del Dr. P., un hombre que sufría de una agnosia visual: una persona cuya capacidad de percibir los estímulos visuales no está dañada, pero la capacidad de asociar lo que ve a un concepto útil para la persona no está presente. El Dr.P. podía reconocer lo que era un ojo, una nariz o una oreja, pero no era capaz de unir todas estas piezas y ver un rostro significativo: ni siquiera el de su propia mujer, aunque en cuanto escuchaba su voz todo era comprendido de nuevo. El nombre exacto de esa agnosia visual asociativa es prosopagnosia y, paradojas de la existencia, fue un trastorno neurológico que Oliver Sacks sufrió a lo largo de su vida, aunque parece que no fue consciente de ello durante un largo tiempo: la dificultad o imposibilidad de reconocer rostros mediante la simple percepción visual.
Hace como una década, tuve la ocasión no elegida -sufrí un ictus o micro infarto cerebral- de experimentar una agnosia visual pasajera (por suerte) y durante la cual recordar la historia del Dr.P me hizo entender -en el mismo momento que la estaba sufriendo- lo que le estaba pasando a mi cerebro. Habían sido días de un gran esfuerzo intelectual de cara a unas pruebas universitarias, todo había salido genial y ese día había sacado un nuevo disco mi grupo musical favorito: estaba pletórico de alegría. Me quedé dormido sobre la cama con las luces de mi habitación encendidas. Cuando llevaba unas horas durmiendo, algo en mi cabeza me despertó: fui una especie de ruido, nada exagerado, parecido a un chasquear de dedos. Desperté en el acto, recuerdo que con buen ánimo, y me encontré en mi cama observando atentamente todo mi entorno. Me levanté de la cama, y como si fuera la primera vez en mi vida fui observando cada rincón de mi habitación, cada objeto, cada papel, las sillas, el armario. Y observarlos me producía una mágica sensación: veía todo tan claramente como siempre, pero todo parecía nuevo y nunca visto. Veía una plancha de madera con un trozo de metal a la altura de mi mano, pero no entendía que era una puerta. Me pasaba con todo lo que mis ojos percibían, hasta que mi mano tocaba el objeto en cuestión: en ese momento, todo recuperaba su sentido original y era una puerta, era un armario, era un libro, era una taza, era un ordenador, etc. ¡¡Pero para poder saberlo, tenía que recurrir al tacto y no estaba ciego!!
Hubo un momento, mientras vagaba flipando con las nuevas sensaciones de mi cerebro por el espacio de mi cuarto y sus objetos, que recordé lo que era la agnosia visual gracias a ese texto sobre el Dr.P., y en ese momento -supongo que lo que quedaba funcionando correctamente en mi cerebro dio la alarma- comprendí de que estaba sufriendo las consecuencias de un daño cerebral. Lo que quedaba de mi cerebro racional tomó el control en el acto y, como pude, llegué a avisar llorando y muerto de miedo a mi compañero de piso de que estaba teniendo un infarto cerebral y que pidiera ayuda urgente. Desapareció todo en menos de una hora igual que vino, de golpe, y sin dejar huella alguna por suerte. Hoy me alegro de haber podido experimentar algo tan increíble y lo recuerdo con cariño, pero fue aterrador enfrentarse a un mundo que dejaba de responder a las coordenadas habituales.
La lista de temas y casos que Oliver Sacks trató en sus escritos y libros es enorme, oscilando desde la experiencias perceptivas de las personas afectadas de sordera, de ceguera a los colores o de las experiencias con alucinaciones y visiones por distintas razones, a casos de autismo como en “Un antropólogo en Marte” donde hace de la autista y profesora universitaria Temple Gradin el sujeto de su historia. Pero aparte de su íntima relación con la química, el trabajo más interesante que Oliver Sacks desarrolló, aunque no sea el más conocido, es el libro “Musicofilia: relatos de la música y el cerebro”.
Aunque lo observó desde su primeras investigaciones con los pacientes letárgicos de la L-DOPA, no fue hasta unos 30 años después cuando dedicó parte de sus esfuerzos a comprender cómo la música actúa en el cerebro humano, siendo capaz de operar sobre funciones que parecían desaparecidas, recuperar recuerdos perdidos, ayudar a las personas con problemas motores por Parkinson a moverse sin la lentitud o excesiva rapidez que su enfermedad les imponía, y un innumerable listado de virtudes desatadas por la música en el campo de la neurología clínica. La música fue para Sacks la droga más poderosa de todas a la hora de obrar milagros en la funcionalidad del cerebro humano, sano o dañado.
Oliver Sacks pasó sus últimos días en su casa de Manhattan tocando el piano y en compañía de Bill Hayes -escritor, fotógrafo y ensayista- con quien había formado pareja desde hacía unos pocos años, tras varias décadas de “celibato autoimpuesto” en las que prefirió dedicar sus fuerzas a sus pacientes neurológicos y a mejorar la calidad de vida que tenían.
Oliver Sacks siempre dijo que no le bastaba con escuchar lo que sus pacientes le contaban, sino que deseaba experimentarlo todo de primer mano. Hace una semana Oliver experimentó la más compleja experiencia neurológica que un ser humano puede vivir: su propia muerte.
Gracias, Oliver, por todo lo que nos diste.