Por Fernando Caudevilla
A principios de Enero de 2015, España se conmocionaba ante los comentarios que Juan y José Salazar, “Los Chunguitos”, realizaban dentro del reality Gran Hermano VIP.
Primero llamaron “King Kong” a un concursante de raza negra, luego se jactaron de haber abandonado a un perro en una gasolinera, pero la guinda al pastel fueron sus comentarios en los que afirmaban que “preferían tener un hijo deforme o subnormal que maricón”. He usado el verbo “conmocionar” en la primera frase de forma algo irónica, pero lo cierto es que las declaraciones fueron portada de todos los medios de comunicación y motivaron comunicados políticos de protesta. Finalmente y ante la presión mediática y de las redes sociales, Mediaset, la productora del programa, decidía su expulsión disciplinaria.
La productora podía haber elegido para este reality de famosos a cualquier tipo de profesional pero apostó de forma deliberada por dos gitanos de sesenta años de bajo nivel sociocultural. De Los Chunguitos se esperaba que “dieran juego” en el programa y el problema es que lo hicieron demasiado bien. El revuelo mediático y el escándalo habrían estado más justificados cuando los insultos hubieran venido de un cargo electo, un profesor universitario o un obispo y se hubieran realizado en el contexto de su actividad profesional o en una entrevista. Las palabras de los Chunguitos, en un contexto de conversación espontánea y natural como pretende en un buen reality, pueden sonar aberrantes, insultantes u ofensivas. Pero reflejan su forma de pensar y, por desgracia, también las de una parte de la sociedad española.
Las nuevas tecnologías nos imponen una forma de comunicación simple, rápida y efectiva. Los mensajes deben poder ser redactados desde el diminuto teclado de un teléfono o caber en el espacio de un tuit. El problema surge cuando la inmediatez y la simplicidad se trasladan también al pensamiento, y no se admiten reflexiones o pensamientos elaborados que discutan o critiquen lo establecido y lo políticamente correcto. Las cuestiones que tienen que ver con el género o con minorías (étnicas, sexuales o de cualquier otro tipo) son particularmente sensibles en este sentido y cualquier hipótesis que intente discutir, cuestionar o matizar el discurso hegemónico suele ser mal acogida. Si el lector cree que exagero, le invito a que intente plantear (de forma razonada y respetuosa) en determinadas redes sociales que hay mujeres que ejercen libremente la prostitución, que la igualdad de género no pasa necesariamente por escribir “nosotr@s o nosotrxs” o que el racismo no es exclusivo de la raza blanca. Y luego cronometre el tiempo exacto que tarda en recibir la primera pedrada virtual, en forma de insulto como “machista”, “falócrata”, “racista”…
Así, luchar contra la homofobia va mucho más allá de evitar los chistes de mariquitas. La misma cadena que expulsó a los Chunguitos de Gran Hermano VIP y pone personajes y presentadores gays guapos y sin demasiada pluma en las series, hace espectáculo de forma habitual con rumores sobre la sexualidad de personajes públicos como Cristiano Ronaldo, María del Monte o Guti como si el uso que hagan estas personas de sus genitales en su espacio íntimo fuera del interés general. La cadena más gay-friendly tampoco se ha cortado a la hora de preguntar a sus espectadores si preferirían un hijo negro, homosexual o catalán o en considerar a Chueca como el “hábitat de los gays”.
Las formas de discriminación en el siglo XXI son más retorcidas y sofisticadas. En este sentido, la última tendencia mediática es la del “chemsex”: el uso intencionado de determinadas drogas (metanfetamina, mefedrona y GHB) con el objetivo de prolongar o intensificar las relaciones sexuales, sobre todo entre varones homosexuales. El fenómeno se describió por primera vez en el año 2010 en círculos profesionales y existen datos suficientes para sospechar que se trate de un fenómeno que pueda causar problemas de salud.
No hay nada que objetar a que los medios de comunicación ejerzan sus funciones sin censura y opinando libremente. Pero en lugar de información objetiva, las noticias suelen presentar las hipótesis, casos puntuales e historias personales como si fueran hechos generalizados, frecuentes y comprobados. “Peligro”, “nueva moda”, “alarmante incremento” o “última tendencia” aparecen invariablemente en titulares como “Maratón de sexo y droga en Chueca”, “Una moda en auge con graves riesgos para la salud” o “72 horas de sexo y drogas”. A partir de unas cuantas opiniones o testimonios personales, se construyen relatos sobre orgías multitudinarias organizadas a través de Internet o aplicaciones de teléfono móvil en las que se practica sexo desenfrenado en grupo y se consumen drogas que intensifican el placer sexual de forma intensiva durante varios días. La experiencia es tan extremadamente satisfactoria que la mayoría de quienes la prueban quedan enganchados sin remedio. Para ser justos y ya que dediqué mi última columna en este medio a criticar un artículo de “El Pais” señalaré que el diario de Prisa es el único importante que ha publicado un artículo que va más allá del sensacionalismo habitual.
Por si todo esto fuera poco, las “ruletas rusas sexuales” , encuentros sexuales múltiples sin protección con la participación de personas seropositivas en las que se buscaría deliberadamente el riesgo de transmisión del VIH, se han añadido al chemsex en la última semana. Por supuesto se trata de un mito que circula al menos desde el año 2003 y sobre cuya existencia existen las mismas pruebas que las del origen reptiliano extraterrestre de la Reina de Inglaterra.
En definitiva, en lugar de analizar el fenómeno con detalle, preguntando por sus causas, su extensión verdadera o la respuesta que están dando las instituciones, los medios están optando por explotar las posibilidades del coctel de “sexo gay y drogas” como elemento de espectáculo, entretenimiento, escándalo y asombro del espectador. El mensaje perverso que esconden detrás es el retrato de un colectivo en el que hay personas capaces de pasarse dos días drogándose y practicando sexo de forma descontrolada, e incluso de buscar la transmisión del VIH de forma deliberada. Y que este fenómeno es “una nueva moda” y “cada vez más frecuente”. Si puedo elegir, prefiero quedarme con los chistes de Arévalo. Eran más evidentes, más claros, e incluso algunos tenían su gracia.