Por Javier González Granado
Llamamos Moral a un conjunto de principios y valores morales que comparten los miembros de un determinado grupo social desde el punto de vista de su obrar, individual y colectivo, en relación con el bien y el mal.
El Derecho es un sistema de organización de la sociedad que vincula coactivamente ciertas consecuencias a la realización de ciertos actos.
Drogas ¿cuestión jurídica o cruzada moral?
Ambos (Derecho y Moral) son sistemas normativos, pero mientras la Moral nos conduce a conceptos tales como virtud, perfección y bondad, sin otra garantía de cumplimiento que la propia conciencia, el Derecho se relaciona con ideas como libertad, justicia, seguridad jurídica, protección institucional, resolución y prevención de conflictos y reclama la presencia de un tercero (el Estado) que imponga consecuencias coactivas en caso de incumplimiento.
La separación entre Derecho y Moral implica que no es función del Derecho imponer que los ciudadanos sean virtuosos, prudentes o bondadosos sino preservar al individuo (o su patrimonio) de ataques de los otros y proteger la convivencia social. Sin embargo la prohibición de las drogas (que habría sido una aberración jurídica en otras épocas históricas) presenta todos los elementos caracterizadores, no de la norma jurídica, sino del tabú moral: el principio vulnerado no es el “no hacer daño a otro” sino la desobediencia a lo ordenado por un superior; no se exige la realización de un resultado concreto sino que basta con realizar la conducta vetada; se admite como vía de inculpación además de la denuncia la provocación por un tercero de la conducta prohibida… Estos y otros elementos los encontramos en todos los Ordenamientos que prohíben o han prohibido en diversas épocas y/o lugares conductas tales como la homosexualidad, el ateísmo, el adulterio, la brujería o la disidencia política.
Claro que, en materia de drogas, no es necesario un análisis en profundidad de nuestro sistema normativo para llegar a la conclusión de que nos encontramos ante una cruzada moral pues esta aparece expresamente anunciada y, así, la Convención Única sobre estupefacientes de Viena de 1961, directamente proclama en la primera línea de su Preámbulo (y lo reitera en su revisión de 1972) que es la salud –física y- moral de la humanidad el fundamento de la norma. Esta norma forma parte del Derecho Español pese a su difícil encaje con principios de rango constitucional como la aconfesionalidad del Estado y la libertad de conciencia (artículo 16), el derecho al libre desarrollo de la personalidad (artículo 10.1) la intimidad personal (artículo 18) la propiedad privada (artículo 33) y la función encomendada, en el artículo 9 a los poderes de ”promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectiva (y) remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”; nada de ello parece compatible con la persecución jurídica de ciudadanos libres y plenamente capaces por el solo hecho de que las sustancias que han decidido consumir, o simplemente portar, no se ajustan al credo moral de un sector de la sociedad.
Sancionando al usuario de drogas: El Estado pontífice
El sistema prohibicionista actúa al modo de Pilatos, abofeteando con la ley a su destinatario y el Estado se limita a pontificar, entendiendo el término en sentido literal y etimológico, de modo que después de elevar a norma dogmática un principio moral, se erige en puente entre la norma y el ciudadano: no te acuestes con aquel, no consumas aquello, o serás sancionado.
Un ejemplo lo encontramos en esta entrevista al que fue durante más de veinte años Fiscal Antidroga de Málaga, Gabriel Gómez; preguntado por la liberalización de las drogas, responde “Ante todo soy fiscal y me debo al principio de legalidad. Yo he acusado por delitos contra la religión católica o por adulterio, cuando estaban vigentes en el Código Penal. Cuando han dejado de estarlo, no le he hecho”.
Ocurre que este respeto sacramental al principio de legalidad tiene un coste jurídico muy elevado que se traduce en menoscabos en el ámbito patrimonial (con multas económicas) y personal del usuario (derecho a la vida e integridad corporal, libertad personal, intimidad y propia imagen) y la mera tenencia de cantidades destinadas al consumo se salda, según los países, en multas, cárcel –incluso perpetua- latigazos y/o muerte (así ocurre, respectivamente en España, USA, Irán y/o China).
Multas, cacheos y desnudos coactivos.
En el Derecho español además del elevado y desproporcionado importe de las multas el coste jurídico de la prohibición, se traduce en un menoscabo a la libertad, intimidad y dignidad personal, derivado de la admisibilidad (tradicionalmente reconocida por el Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo) de retenciones y cacheos para detectar la tenencia de drogas destinadas al consumo personal.
Esta posibilidad está ahora regulada en el artículo 20 de la Ley de Seguridad Ciudadana que (agravando aún más el coste que, en forma de debilitación de principios básicos, sufre nuestro Ordenamiento Jurídico) permite expresamente el desnudo del ciudadano; está por ver si está norma soportará el recurso de inconstitucionalidad pendiente de resolución en estos momentos, máxime cuando su inclusión en la Ley se hizo contra la expresa advertencia del informe previo del Consejo General del Poder Judicial.
Sancionando al traficante de drogas: Derecho Penal del Enemigo
Lo dicho respecto de la demanda es igualmente sostenible respecto de la oferta del producto, ámbito en el que el tratamiento jurídico del tráfico de drogas ha acabado por subvertir principios esenciales hasta convertirse en modelo del llamado Derecho Penal del Enemigo.
Falta en el traficante la excusa que permite, en la mente compasiva de algunos prohibicionistas, considerar al mero usuario como un vicioso o un enfermo, una víctima a la postre, por ello, cuando hablamos de represión del tráfico de drogas es más difícil encontrar juristas compasivos; al contrario, si de lo que se trata es de justificar la persecución al traficante es fácil encontrar defensores de un Derecho Penal desprovisto o mermado de garantías por considerar que estamos ante una situación de guerra; y así, ante ciertos enemigos determinados por el legislador, no opera el Derecho Penal del Ciudadano sino que se impone el Derecho Penal del Enemigo.
Suele ocurrir que las perversiones jurídicas vienen precedidas por perversiones en el lenguaje y así, cuando Günter Jakob fundamentó a finales del siglo pasado su defensa del Derecho Penal del Enemigo lo hizo tras excluir del concepto de ciudadano a todos aquellos “individuos que con su actitud, su vida económica o mediante su incorporación a una organización delictiva, de manera permanente, se han apartado del Derecho en General y del Penal en particular; por lo que no garantizan la mínima seguridad cognitiva de un comportamiento conforme a derecho”. El lenguaje allana el camino y una vez definido un sujeto desprovisto de los atributos de la persona es fácil legitimar la aplicación de normas penales desprovistas de garantías pues, ya no se trata de castigar a ciudadanos sino de eliminar a los enemigos.
Deformando principios básicos.
Esta es la razón por la que se han asentado en nuestro Derecho normas sobre drogas que nadie justificaría para la represión de delitos (incluso) más graves como, por ejemplo, el asesinato y esa es la razón por la que nuestras leyes (artículos 368 y siguientes del Código Penal) establecen cosas tales como una anticipación de la intervención penal, tratando por igual la mera tentativa y el delito consumado, e igualando, ahora por la equiparación de autor y partícipe, también conductas tan dispares como el cultivo, la fabricación, el almacenamiento, el transporte, la compraventa (o la simple oferta para hacerlo), la donación (o la simple invitación), la intermediación o la presentación de un traficante a un tercero.
El panorama desolador de los principios vulnerados se completa con el carácter desproporcionado de las penas y la admisión generalizada, en la investigación policial, del agente provocador, las entregas vigiladas de drogas y el pago con éstas a confidentes.
Costes, eficacia y responsabilidad política
Los costes jurídicos expuestos se unen a otros de índole institucional (consecuencia de la inevitable narco-corrupción; para una visión en conjunto de su incidencia en España puede consultarse la recopilación de Juan Carlos Usó, sanitaria (adulteración, dosificación imprecisa, proliferación de sustancias novedosas que buscan esquivar la prohibición en sustitución de otras ilegales pero de efectos probados por uso histórico) social (estigmatización del consumidor, saturación del sistema judicial y penitenciario) y económica (el coste global de la guerra contra las drogas se estima a nivel mundial en cien mil millones de dólares; por el contrario el coste global estimado para cubrir la necesidad de gastos en reducción de riesgos de los usuarios se reduce a un cinco por ciento de esa cifra según datos de la Fundación Transform Drug Policy).
El resultado de la guerra contra las drogas es fácil de analizar: en lo general, no ha conseguido frenar el incremento de la oferta en cantidad y variedad de drogas ni tampoco ha reducido el consumo; en lo concreto: han fracasado todos los objetivos propuestos por los Tratados y Organismos Internacionales sobre erradicación de consumo y/o de cultivos; a ello se añaden consecuencias negativas reconocidas también, expresamente, por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, siglas en inglés) que derivan no “del propio consumo de la droga sino de la elección de un enfoque punitivo basado en la aplicación de la ley que, por su naturaleza, coloca el control del tráfico de drogas en manos del crimen organizado, al mismo tiempo que criminaliza a muchos consumidores”.
Evidentemente la prohibición de las drogas es una opción política y por lo tanto la responsabilidad del fracaso que supone habrá que atribuírsela a los políticos y, por derivación, a las sociedades que los eligen.
El tema se ha colado en nuestra campaña electoral, pero muy tímidamente; no podría ser de otra forma, pues se trata de un tabú sobre el que todos parecen querer pasar de puntillas, aunque debe reconocerse que Ciudadanos y Unidos Podemos se han mostrado partidarios de la legalización de la marihuana.
Pero la necesidad de reforma es más amplia, va más allá de esa u otra sustancia. El coste, económico, institucional, sanitario y jurídico que estamos pagando por el manteamiento de la Prohibición es tan elevado y evidente que demuestra que no se trata de una cuestión química sino humana y, por lo dicho, urgente.
Javier González Granado
http://tallerdederechos.com/