Por Drogoteca
Holanda, paradigma de la tolerancia aplicada, inicia el ciclo final para tener un circuito cerrado de producción de cannabis, que sirva de abastecimiento a esos locales -ya elevados a centros turísticos- que son los Coffee-Shop. ¿Cuánto tiempo ha llevado y cómo ha sido esto?
Los más viejos del lugar, éramos críos cuando en Holanda se comenzó a tolerar la venta al por menor de cannabis. La cosa comenzó con unos cuantos locales (discotecas que diríamos por aquella época) que comenzaron a tener su propio dealer o camello, para suministrar al personal algo que fumar, de calidad. En lugar de arremeter contra esto, a lo largo del tiempo, Holanda y en concreto sus municipios se fueron enfrentando al asunto de una forma bastante similar a la que hoy en día “sostiene” a los CSC en España: mientras no dieran guerra y cumplieran ciertas normas, no tenía sentido ir a por ellos.
Las normas de juego que se plantearon -nunca a nivel nacional, como forma de saltarse los tratados sin tener que denunciarlos públicamente- era que sólo se toleraba la venta de derivados del cannabis y nunca de “drogas duras”, que no se vendía a menores de 18 años (cosa que siempre he visto cumplir y exigir en caso de duda una identificación válida: funciona alejando a los menores), no se podía vender más de 5 gramos por persona ni almacenar más de 500, y no se podían anunciar publicitariamente. Esas pocas normas de funcionamiento y el que no se montase jaleo en esos lugares (ya que los fumadores tienden más a la tranquilidad que al alboroto, sobre todo cuando no hay alcohol por medio) sirvieron para que la población holandesa esquivase -elegantemente- la política represiva derivada de la guerra contras las drogas.
Elegante, pero hipócritamente
La política holandesa, basada en el “Gedogen” o “política de tolerancia”, evitó tener que saturar a la policía con acciones estúpidas y los juzgados con casos más estúpidos aún: quitarle los porros a los fumetas no parece la mejor forma de enfrentar el asunto. Y ya que estos no daban guerra, la opción de los Coffee-Shop acabó emergiendo de forma natural, gracias al “gedogen”, y eso no desembocó en ninguna crisis social ni en ninguna epidemia de consumo de drogas, ni siquiera de cannabis.
A la policía, sus jefes políticos les dijeron que se dedicasen a perseguir otros delitos y subieron el listón de lo que era “lógicamente perseguible”, de manera que ganaron en atención a otros delitos. Los lugares donde se vendía, aceptaban tener ese “permiso especial” a cambio de que pudieran ser registrados a menudo, y también los domicilios de los dueños (cosa de la que se quejaban mucho antaño, ya que la normalización era ya total en por los años 90) así que todo quedaba más o menos controlado. Además, como las autorizaciones se daban a nivel municipal, cada ciudad tenía la potestad de regular el asunto como prefiriera, de una forma similar a esas “regulaciones de asociaciones” que se hacen a nivel local en algunas comunidades en España y que dictan normas de distancia con respecto a colegios y otras zonas, para que el control quedase en manos de los mismos ciudadanos que allí vivían.
Eso llevó en su día a que se funcione en Holanda con normas distintas: ahora mismo puedes comprar cannabis siendo un turista en Amsterdam, pero no puedes en otras muchas ciudades. Cómo es lógico, si en un país se puede consumir y comprar cannabis, pero en los que son fronterizos no está permitido, es de esperar que se establezca un flujo que satisfaga la demanda que pueda haber, si es que esa demanda no está satisfecha de forma interna o ya tiene otras vías de abastecimiento. Así que eso empezó a suponer un cierto problema con las autoridades de otros países limítrofes, que acabaron forzando cambios por los que no se podía vender a los extranjeros.
Por supuesto, eso en Amsterdam, no sentó nada bien. Lo primero porque llevan toda la vida haciéndolo, y lo segundo porque les suponía dejar de tener una fuente de ingresos por turismo que es de las más constantes del mundo. Amsterdam era el paraíso del cannabis, lo fue durante décadas en que -en muchos países de esta misma Europa- un porro te podía llevar al talego. Era el lugar en que podías ver variedades que sólo conocías de oídas, y podías probar exquisiteces que en la España de hace unos lustros no eran accesibles al mercado. Amsterdam, a pesar de haber dejado de ser lo que era, sigue siendo uno de esos destinos favoritos para muchos grupos y edades, por motivos bien distintos pero que siempre tienen algo de coqueteo con el cannabis. Vale, también con el mito de que es una meca del sexo de pago -cosa que en España es legal, y no nos hace falta irnos a ningún lado- pero, en serio, si vais veréis que más que Coffee-Shops (en claro retroceso) y “brothels” o “burdeles con lucecita roja” lo que hay es tiendas de comida basura de toda clase y procedencia: pizzas, comida asiática, dulces belgas y las omnipresentes patatas fritas por todos los lados.
La cosa es que el sistema funcionó y, mire usted, desmitificó el asunto del cannabis allí y lo convirtió en una fuente de ingresos a través de un turismo bastante más sano que el “turismo del alcohol barato” que sufrimos en muchas ciudades de España.
Funcionó, pero no cerró el circuito
El sistema dejaba abierta “la puerta de atrás”. Esa era la respuesta a la pregunta obvia: ¿de dónde sale el cannabis que se vende en los coffee-shops? Nadie tenía respuesta, porque nadie quería tenerla ya que todos sabían que el producto venía -por necesidad- del mercado negro. ¿Por qué? Pues simplemente porque no existía mercado blanco para el cannabis. Habían quitado las penas al consumo, habían levantado la presión contra los pequeños vendedores, pero no habían querido entrar a resolver el problema de verdad. ¿La razón? Hacerlo es enfrentarse a los tratados internacionales que atañen al cannabis. Pero ahora, que la “regulación mundial del cannabis” es ya algo imparable y que los propios USA -que lanzaron la guerra contra las drogas- son los primeros en legalizarla para uso lúdico y médico, eso ya no es un problema porque todos lo están haciendo.
Así que, de una vez por todas, una diputada demócrata y activista LGTB llamada Vera Bergkamp, ha presentado un proyecto que ha logrado pasar la primera tanda de votaciones (con un ajustado 77 a favor y 72 en contra) por el que el gobierno tendrá derecho a emitir licencias de cultivo de cannabis psicoactivo, y que este cannabis tendrá que ser comprado por los locales que venden cannabis, de manera que el círculo de la producción (cultivo) y venta de cannabis, queda totalmente regulado con este proyecto si pasa a quedar constituido en ley. Que llegue a establecerse como norma legal, aunque parece probable, queda en el terreno de la especulación política, sobre todo en asuntos que “polarizan” tanto (y precisamente a los sectores menos informados) y cuyo transitar ha conseguido marcar una victoria, pero por un margen que no llega a un 4% de diferencia entre los dos bloques que han votado de forma opuesta y eso indica que un cambio en la aritmética política tendría consecuencias.
Entre los votos en contra, se cuenta todos los que tradicionalmente se entienden como “conservadores y derecha” incluyendo a la extrema derecha, y a los dos partidos “confesionales” (uno que es protestante y otro calvinista). Y esta votación, en contra por su parte, es claramente la votación de la hipocresía. Oponerse -argumentando razones morales- a que un producto como es el cannabis, que ya se vende (desde hace décadas) en tiendas que funcionan de forma legal y regulada, sigan manteniendo lazos necesarios con el mercado negro. ¿De dónde se abastecen en caso contrario?
La primera vez que fui a Amsterdam pude observar cómo se violaba “sin violar” la ley de los 500 gramos: un coche de alta gama, tipo Mercedes o Audi con lunas tintadas, pasaba por la puerta del local y les dejaba un paquete con otros 500 gramos para seguir vendiendo. Y el chico que estaba vendiendo en el coffee-shop, sin ser pobre, ni de lejos tenía pinta de tener “pastaza” por vender cannabis, sino que más bien parecía un empleado (de confianza, pero empleado). Es decir, el negocio que favorece al mercado negro, y que le asegura el monopolio como única fuente del producto, es precisamente que no existan producciones de cannabis que no provengan de lo que legalmente (guste o no) así se denomina.
Eso mismo ocurre en un CSC aquí, cuando se le acaba el material: llama a su proveedor para que le traiga más. Y dado que en nuestro país tampoco contamos con una fuente legal de abastecimiento, pues obviamente el mercado del que sale, no es el blanco. Al final, mucho de este “juego regulador” va de cambiar de nombre a las cosas y poco más: donde antes decías “pillar” ahora tienes que decir “retirar”, pero el efecto es el mismo si la pasta está sobre la mesa.
Por primera vez, en la historia legal de la prohibición, un país aborda -aunque sea de momento como proyecto que ha pasado una primera votación- de forma sólida y consistente la producción de cannabis para abastecer estructuras de venta ya existentes y toleradas hasta la normalización, como son los Coffee-Shop. Es lo más lógico y lo que dicta todo sentido común (si vendes algo… ¿por qué no vas a tener derecho a producirlo?) pero no deja de ser el recordatorio de que, en ausencia de esa ley y esos productores legales, se está (y se ha estado) bailando con el mercado negro.
Finalmente Holanda -si no interfiere el voto hipócrita y moralista, en un escenario distinto del que parece que se dará- será el primer país en cerrar el circuito de dicha forma: hay que aceptar quién o qué se ha sido (como grupo o país aplicando unas políticas determinadas) para mejorar y seguir adelante. Y no parece un mal final para el largo romance vivido, entre Holanda y nuestra querida planta: un bello circuito cerrado al mercado negro.