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Buena muerte

Buena muerte

Por Drogoteca

Cuando yo tenía 4 años de edad, viví lo que -ahora me doy cuenta- fue mi primer contacto con la eutanasia. Teníamos que mudarnos y -por motivos que ahora son irrelevantes- el pequeño jilguero que teníamos en casa no podía acompañarnos. Nunca he sido amigo de tener animales en jaulas, y menos aún un animal hecho para volar, pero ese jilguero estaba hecho a la familia y tenía sus momentos de esparcimiento en los que podía volar libre en la casa, para regresar después a su jaula.


Yo solía preguntar a mi madre, que siempre tuvo una conexión especial con los pájaros, que por qué no abría la ventana para que pudiera volar fuera, convencido de que el pájaro volvería. Mi madre siempre me respondía que no era porque el pájaro no fuera a volver, que eso seguro que lo hacía, sino porque el cielo abierto para él era un peligro, ya que era un medio que no conocía y donde había otros animales que podían dañarle. Era en realidad el pájaro de mi madre, y era con ella con quien mantenía un vínculo que parecía mágico.

Llegado el momento de la mudanza familiar -supongo- me percaté de que el pájaro había desaparecido. Digo que lo supongo, porque aunque tengo imágenes de la muerte del pájaro en mi cabeza, dudo mucho que mi madre me hubiera permitido presenciar algo así. Y de haberlo hecho, no hubiera tenido que pedirle explicaciones, como le pedí. Recuerdo que la enfrenté claramente y le demandé explicaciones, y ella como siempre hizo se avino a dármelas.

Con toda la crudeza de la verdad, me dijo que lo había matado. No recuerdo el verbo que usó, pero sí que no daba lugar a dudas. Le pregunté que por qué y que cómo. Ella me explicó que el pájaro no podía venir y que había tenido que hacerlo. Yo le repliqué que podía haberlo dado a alguien, ella me contestó que nadie se hacía cargo de él. Y cuando agoté toda vía lógica para salvarle (en mi razonar, porque el acto ya había sido acometido) le dije que podía haberlo liberado…

Me dijo que no, que para él habría sido peor y que apenas hubiera durado unas horas con vida ahí fuera, para acabar siendo destrozado por un gato o por otro ave, en una muerte mucho más natural pero mucho más dolorosa y cruel para él.

Hoy, recordando esto, se me saltan las lágrimas.

Sé que era un niño que sólo quería entender porqué habían matado a un animal amigo, pero estaba cuestionando a la persona que más sufría su muerte y que, además, había sido la única capaz de un acto de amor y dignidad hacia el animal: darle una buena muerte.

Cuando acepté que la disyuntiva real era cómo iba a morir el animal, le pregunté cómo lo había hecho. Mi madre me dijo que pasó un rato con él, supongo que despidiéndose (no me gustaría estar en la piel de nadie que viviera eso), y que valiéndose de lo que sabía de biología y química había llenado una bolsa de plástico con butano (hubiera servido casi cualquier gas) de la cocina y había introducido al pájaro en ella, hasta que se había quedado dormido…

Mi madre debió hacerlo bien, sobre todo al explicarme lo que había pasado. Es cierto que no es normal que un niño de 4 años tenga que vivir algo así (en lugar de una cómoda mentira que hubiera servido), pero también es cierto que no era el niño de 4 años más normal del mundo. Lo cierto, es que esa historia hasta hoy mismo, no había resonado en mi cabeza y creo que nunca se la había contado a nadie, no porque ocultar algo sino por el grado de normalidad que adquirió en mi mente. Nunca vi a mi madre como alguien que hizo algo malo, sino como alguien que supo poner por delante el bienestar -incluyendo el buen morir- del animal.

Me imagino yo ante la misma disyuntiva, teniendo que darle muerte a un animal al que quiera y el dolor que imagino es enorme. Sólo soy capaz de pensar que alguien puede dar ese paso, sobreponerse a todo ese dolor que supone dar buena muerte a un ser querido, lo hace precisamente para evitarle peores sufrimientos. No sé cómo pudo marcar a mi madre tener que hacer eso -en aquella época no existían veterinarios que “matasen compasivamente mascotas” y le hubieran roto el cuello al pájaro antes que gastar una jeringuilla- pero ahora me doy cuenta que nunca más volvió a tener un animal que se pudiera definir como suyo, a pesar de que ahora entiendo que lo que hizo fue un acto de amor.

Mi otro recuerdo de infancia -ya tardía- sobre la eutanasia, fueron las noticias en el Telediario de TVE sobre Jack Kevorkian, mas conocido como “Doctor Muerte”, y que ayudó a morir a decenas de personas en USA, esquivando como pudo las leyes para evitar la cárcel por ayudar a otros a dejar de sufrir, hasta que no pudo esquivarlas más y fue encarcelado. En 1998 consintió la retransmisión de una eutanasia a un paciente tras la lectura de su consentimiento informado, y retó al estado a que le metiera en la cárcel por hacer algo así. El estado contestó aplastándole y metiéndole en prisión desde 1999 al año 2007, en que permitieron su libertad por motivos humanitarios: estaba enfermo de hepatitis C y había superado ya en un año la fecha prevista para su muerte, finalmente acontecida el año 2011. Tras su experiencia al haber sido condenado por asesinato en segundo grado, por ayudar a un hombre a morir pero -esta vez- inyectándole él mismo la medicación, Kevorkian reconoció haber cometido un terrible error. No era ayudar a esa gente a tener una buena muerte sino haberse enfrentado al estado. Afirmó que no volvería a ayudar en suicidios, cosa que no parece que fuera del todo cierta tras abrirse sus archivos hace poco. Su vida fue llevada al cine por Al Pacino en una dura pero veraz película llamada Tú no conoces a Jack.

Décadas después y como administrador de un blog sobre drogas y otros asuntos -que no duda en hablar de la eutanasia como derecho humano- recibo multitud de peticiones de ayuda para gestionarse una buena muerte. Mucha gente me pregunta que cómo sé que la información que facilito no se va a usar contra terceros, y les suelo contestar que precisamente matar es fácil y que matar sin causar sufrimiento es lo complicado, ya que deja una clara huella que no sirve al que tiene intenciones criminales.

Hace poco, una persona me abordó (vive en USA) y me confesó su idea de suicidarse. Es una mujer de mediana edad, sin un problema terminal pero que vivía momentos de gran sufrimiento por razones depresivas. Y me mostró varias fotos de una pistola en sus manos, bajo su almohada: si quería matarse tenía cómo ya -la ficha del drama estaba cubierta de sobra- pero ella quería morir sin dolor.

Como es alguien capacitado científicamente por su oficio, abordamos sin tapujos el asunto de su sufrimiento y su búsqueda de la muerte como último alivio así como otras opciones -ya que yo no juzgo a quien quiere optar por esa vía- y a día de hoy, sigue viva y con mejor estado de ánimo. Posiblemente, encontrar alguien con quien hablar (con toda calma) de quitarse la vida, como respuesta a un sufrimiento psíquico atroz, fue suficiente para esa persona en ese momento. Pero no siempre es así, y otras personas que en su día me pidieron información (no facilito otra cosa que información públicamente disponible) decidieron hacer uso de ella, y murieron. Alguna vez me preguntan si no me siento responsable de sus muertes y suelo contestar que no, que sólo me siento responsable de que no murieran sufriendo en exceso o de forma traumática. Es decir, la muerte sin ser algo que me produzca el menor deseo (a día de hoy), no es algo que me tense y me impida hablar de ello: no es agradable, es doloroso en muchas ocasiones pero nadie la va a poder evitar, de momento.

Y con esa certeza absoluta de que a todos nos espera la muerte, y que nadie ni nada asegura nuestra vida la próxima media hora, todavía tengo que encontrarme casos como el del electricista José Antonio Arrabal. Su perra Kira, había sufrido problemas graves de salud hacía relativamente poco, y el veterinario le había dado una buena muerte: le había dado la eutanasia.

José Antonio tenía 58 años, era un enfermo de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) al que le quedaba poco recorrido vital, por el progreso de la enfermedad, y había dejado claro –meridianamente claro– su deseo de morir. Se preguntaba que por qué su perra Kira pudo tener una muerte compasiva y él, como ser, humano no. ¿Por qué a un animal le evitamos el sufrimiento y a un humano se lo garantizamos? La vieja idea judeo-cristiana de que “el dolor le es grato a Dios”, como señala Escohotado que le respondió un médico en una ocasión, puede que tenga bastante que ver pero por suerte no vivimos en una teocracia o, al menos, eso pone en los papeles. José Antonio tenía 5 razones por las que tenía claro que quería la eutanasia, y las expresaba asertivamente y sin titubeos.

Primero, por su mujer: ya vivió la situación con su padre. Después, por sus hijos: no quería que le vieran morir poco a poco, día a día. No quería verse degradado progresivamente a una vida “vegetal” en la que no podía levantarse de la cama ni ir al WC sin ayuda. No quería que su familia tuviera que cargar con él en dicho estado. Por último, y la más importante de todas: “yo elijo cómo vivir y cómo morir”.

José Antonio, al igual que otros antes, en lugar de recibir ayuda de un profesional capacitado que le facilitase la eutanasia (buena muerte, en griego) tuvo que buscarse la vida en Internet. Tuvo que pasar por webs y foros, buscar información sobre qué droga conseguir para quitarse la vida (en este caso fue pentobarbital), qué dosis debía de tomar y cómo sería esa muerte, comprada por correo y pagada con moneda digital en un mercado de la Darknet. En lugar de ser asistido por un profesional de la medicina -cuya labor siempre incluyó ayudar a tener un buen tránsito a la persona que iba a morir- y de poder dedicar su tiempo a los suyos, tuvo que dedicarse a conseguir un fármaco por sus propios medios para poder irse en el tiempo y forma que quería irse. Y lo hizo, con más paz en su ser de la que hubiera podido imaginar.

No me gusta la muerte, y la acepto como un mal menor asociado a la vida. No me impresiona -no me causa un shock– ver a alguien morir por su propia mano o voluntad, si es de forma elegida y consciente. Pero ver que un hombre que no hizo mal a nadie (no se encontraba bajo ningún tipo de castigo o limitación de derechos) tenía que acometer su muerte separado de su familia para evitarles represalias legales, fue la gota en forma de lágrima que colmó mi vaso.

La ausencia de una ley real de eutanasia, que delimite claramente unos supuestos para que cualquier persona puede acogerse a una buena muerte, no sólo es un instrumento de tortura contra quienes tienen parámetros de vida distintos a los dominantes en la clase legislativa, sino que también lo es contra sus familias como método de coacción hacia el sujeto. Si ya resulta tremendamente difícil tener que posicionarse en este área, no quiero verme en el momento de tener que tomar la decisión yo mismo. No sé si sería capaz de tomarla, supongo que depende de las circunstancias.

Lo que si tengo claro es que, llegado el momento de morir, quiero hacerlo cerca de mis seres queridos sin que ellos sean castigados por eso. Si fueran ellos los que van a morir, no habría ley, Dios, ni estado que me separase de su lado. Por todos, porque puede ser tu madre, tu hijo, tu pareja o tú: necesitamos unas buenas -nuevas- leyes sobre eutanasia y que tiren a la basura el patético eufemismo de “muerte digna”, que es precisamente la clase de muerte que le evitamos a un perro.

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