Por Drogoteca.
Acabo de llegar de Marruecos (menos de una semana) y según estoy aún aposentando mi culo, me envían el enlace del nuevo despropósito informativo -conjunto de hechos ficticios mezclados con algunos reales y aderezado con las invenciones del autor- del inefable y desgraciadamente ya conocido por los mismos motivos, Lucas de la Cal.
El autor, por llamarle algo, es un cuentacuentos que trabaja para el grupo El Mundo, y que ha escrito páginas tan memorables (para el humor y/o la vergüenza periodística) como aquellas en las que decía haber contactado con “los camellos de la Burgundanga” a pesar de que jamás han existido semejantes entes, ni existe dicho mercado. Luego continuó con el falso relato de “su noche tomando burundanga con una amiga (¿médico?) que le controlaba” y que es un canto al despropósito absoluto, empezando por la imagen con la que quiere dar cierto cuerpo de veracidad a la sarta de mentiras inventadas que vomita: una foto en la que dice mostrar en su mano una “dosis de menos de 5 miligramos de escopolamina”, pero donde cualquier ojo entrenado (en cantidades y pesos a ese nivel) puede observar que hay casi un cuarto de gramo, 250 miligramos.
Y la nueva entrega, de los cuentos fantásticos sobre drogas y terrores nocturnos varios de Lucas de la Cal, es “Karkubi, la pastilla roja española que excita a los marroquíes”. Nótese el intencional uso de las nacionalidades en el título, que tanto excita a la gente de El Mundo.
El cuento
En esta ocasión, volvemos a tener la mayoría de los elementos típicos en las narraciones sobre drogas de la prensa generalista, donde se incluyen actos inventados y sin prueba alguna que hablan de horribles automutilaciones (un clásico) o agresiones brutales sin motivo alguno. Recuerden aquí el caso en que un enfermo mental arrancó el rostro de un mendigo, y que sirvió para la demonización mediática de las “bath salts” (penoso término que no define nada) en USA: cuando fueron a buscar en la sangre del atacante esa droga que le había convertido en caníbal y en un zombi resistente a las balas, se comprobó que no había droga alguna. Pero la contra-narrativa no suele tener la fuerza de la narrativa inicial, y ese hecho queda relegado al olvido (especialmente de los periodistas que escriben sobre drogas).
Tenemos también un nombre exótico como “karkubi” (que no es creación del cuentacuentos, sino anterior, pero que como no hablamos “Dariya” -el dialecto del árabe marroquí– pues la mayoría no podrá cuestionarlo) que tampoco representa nada en concreto, ya que sería como decir en nuestro idioma “una pastilla” o “una raya”, lo que para nada define la sustancia de la que se pretende hablar. En este caso, se nos presenta el asunto con un sugerente recordatorio: la pastilla roja, lo que resulta muy “Matrix” y es una invención pura y dura. No existe ninguna “pastilla roja” en circulación en el mercado de drogas de Marruecos (luego explico lo que hay), pero la idea de una pastilla roja resulta mucho más sencilla de retener que el exótico nombre en Dariya.
Y por último, un hecho con cierta base real que pueda ser desfigurado lo suficiente como para que encaje y hacer de dicho “totum revolutum” un cuento que sea pedagógico y educativo CONTRA las drogas: que dé miedo y aporte confusión en lugar de información. En este caso, el hecho usado para rescatar el viejo nombre de “karkubi”, pintarlo con colorante rojo e inventarse un falso laboratorio en Fnidek -nombre marroquí de “la ciudad” que cita, a 2 kms de la frontera de Ceuta- dirigido por un niño, es tan sólo que parecen haberse dado cuenta de que hay personas que falsifican recetas, sacan medicamentos financiados por el sistema nacional de salud, y los venden en el mercado negro. No parece nada nuevo, ni un gran descubrimiento, pero con la publicidad adecuada… ¡lo tiene todo!
La realidad
En Marruecos existe un fuerte mercado de benzodiacepinas, abastecido por su propia farmacia, por la francesa, la argelina, la italiana, la española y todas las que le caigan cerca. Es muy común que haya “mulas” que bajan a por hashís a Marruecos y que, como parte de los bienes con los que realizar el intercambio por el producto deseado, llevan unas cajas de Valium o de Trankimazin. ¿Por qué cito esas dos marcas en lugar de sus principios activos? Porque en una población que tiene más de un 75% de analfabetismo, la cosa no da para más que para guiarse por el nombre de las marcas y, para no ser engañado en la compra, procurar comprar siempre con el blíster que demuestre que es el compuesto deseado.
Dicho de otra forma: por una caja de Valium puedes fumar hashís una semana entera, pero no les des una caja de “diacepam”. Igualmente ocurre con el “Trankimazin”: mientras que la pastilla de 2 miligramos -el típico “ladrillo blanco”- se paga en el mercado negro a 5 euros o 50 Dirhams (puedes encontrar una pensión cutre donde pasar la noche por ese precio) no les des una caja de “alprazolam”, porque aunque sea lo mismo, no tiene el mismo valor en el mercado ya que la gente no lo reconoce como tal. El precio puede resultar bajo a nuestros ojos, pero no lo es a los ojos de quienes consumen dichas drogas.
Karkubi es el nombre genérico para referirse a los somníferos y ansiolíticos de tipo benzodiacepínico, y no el nombre de ninguna droga nueva, moda, ni pastilla roja existente, y confirmo hace horas la información con 2 marroquíes: el presunto periodista toma el nombre genérico para decir “pastilla para dormir” como si fuera “una preparación en concreto”, e inventa toda una trama alrededor.
Lo más curioso del asunto -a mi juicio- es el apetito que parecen tener los marroquíes por las benzodiacepinas, que si bien son drogas adictivas como otras muchas, su deseo por ellas supera a su deseo por otras drogas clásicas como los opiáceos (disponen de opio y paja de adormidera barata en todas las ciudades) o la baratísima cocaína que está entrando por toneladas en África y que, para llegar a Europa, ha de cruzar desiertos y países provocando hechos como que en Tánger se pueda comprar cocaína -de alta calidad- por menos precio que en España, lo que hace tan solo 5 años era algo impensable. Mi hipótesis al respecto de estas farmacófilas preferencias, y atendiendo a las peticiones sobre drogas que me hacen mis conocidos y amigos, es que la restricción que han sufrido sobre el alcohol (de forma cultural y religiosa) hace que los agonistas GABA -como son el etanol y la benzodiacepinas- les resulten especialmente interesantes. Si pregunto a un usuario de drogas marroquí qué querría que le trajera de España, me diría -de hecho, me dicen- que quieren botellas de alcohol, o benzodiacepinas. Ni MDMA, ni anfetamina, ni LSD, ni ninguna otra cosa: alcohol y pastillas.
El fenómeno relacionado con ese consumo, que sí existe pero no es nuevo, es similar al que se pudo ver en los 80 en España, cuando se mezclaban esas mismas drogas (benzodiacepinas) con alcohol en entornos de marginalidad y en asociación con delitos. Y sin embargo, ese mismo “Trankimazin 2 mg Ladrillo Blanco” que se paga a 5 euros en Tánger o Rabat, vale 1 euro en el mercado negro de cualquier ciudad española. De hecho, se suelen vender a ese precio en los puntos de venta de heroína y cocaína, para los fumadores de base de cocaína que no quieren tomar heroína, pero necesitan bajar la atroz ansiedad que produce el consumo de esa droga con algún fármaco que no sea alcohol. Pero en nuestra cultura, parece que no hay interés especial por estas drogas, precisamente porque ya tenemos incorporadas otras drogas que hacen lo mismo: en nuestro caso, el alcohol, que como las benzodiacepinas es un ansiolítico y agonista GABA.
Como digo, no existe ninguna “pastilla roja” en el mercado de drogas de Marruecos y aunque la hubiera, nadie compraría semejante invento: los yonquis de la calle suelen tener bastante más cultura farmacófila que los cuentacuentos de El Mundo. No existe ningún laboratorio en Fnidek, no hay ningún menor mezclando benzos y hashís con colorante rojo, y lo que resulta más evidente: en el pueblo (porque no llega a ciudad eso, y tengo decenas de amigos allí) más señero del tráfico interfronterizo entre Marruecos y España, donde se encuentran posicionados la mayoría de traficantes de grandes cantidades de hashís (sección transporte a península) nadie tendría una maquina de hacer pastillas, porque eso en Marruecos te supone una problema legal mayor y peor que el que te cogieran en una casa durmiendo sobre una tonelada de hashís (tengo un amigo que cumplió prisión, por ese mismo hecho).
Vamos, que el presunto negocio no renta ni en broma, y solo resulta creíble en el caso de que el lector no tenga conocimientos para cuestionarlo en su veracidad. Por cierto, que no sé si han reparado en ese detalle: nos cuentan como hacen todo el proceso de “la pastilla roja” pero se les ha pasado por alto la parte en que necesitas una maquinaria especial para la elaboración de comprimidos. Lo de tener a un menor de edad al cargo, ya resulta de chiste cuando pretenden pintar el simple “pitufeo” de pastillas hacia Marruecos como una mega operación empresarial.
En Marruecos -como he visto en las más de 20 veces que he ido- lo que sí puedes encontrar son esos mismos fármacos (vendidos en farmacias españolas entre otras, europeas o africanas) con recetas verdaderas o falsas. Pero ni los muelen, ni los mezclan con harina, ni con hashís, ni con colorante rojo (eso es parte de la “”leyenda de prensa de las primeras veces que se tocaba este tema), porque directamente destruirían el valor de los fármacos: nadie compraría una pastilla desconocida y fabricada en una casa, teniendo un mercado negro tan bien abastecido de especialidades farmacéuticas. Es todo una patraña enorme, como las que nos tiene acostumbrados la prensa de ese grupo editorial, y con un claro enfoque alarmista, amarillento (a pesar del color rojo de la inventada pastilla) y que vuelve a situar a su autor como la mayor cloaca de desinformación en prensa generalista sobre drogas.
Pero en este caso, ha ocurrido algo extra que nos permite ofrecer una reflexión más. Buscando por Twitter quienes estaban dando difusión a semejante sarta de mentiras, me encuentro una cuenta de un presunto neurobiólogo, que lo está difundiendo con su comentario extra: “drogas para destruir el cerebro y las sociedades”. Le interpelo y le digo que, si tiene formación en ciencia, no debería difundir desinformación y tonterías, y su respuesta es acusarme de estar defendiendo “mis máximos intereses” y que si quiero que “juegue con mi vida pero que no engañe a otros”. Aclaro al tipo que mis intereses están en que se informe científicamente y no se desinforme sobre drogas, y me responde que “conoce casos de recetas falsificadas para eso”. El “eso” no sé que cree que es, pero recetas falsificadas, conocemos todos y no es por una mega-red que fabrica una droga inventada por una cuentacuentos. Que se falsifican recetas, no da veracidad a nada salvo a eso mismo y punto.
Poco después su discurso empieza a cantar a “caldofrán del viejo”, a eminencia que reposa cómodo en sus certezas axiomáticas (y prominente posición) y me suelta que: “desprecia a las drogas” y que “sólo le interesan como problema social y de esclavitud”. Bueno, para muestra un botón y ahí está. Lo de despreciar cosas que son inertes, es una actitud curiosamente esquizofrénica en una mente científica (tampoco quiero inferir que este tipo la tenga). Es como despreciar la aspirina porque puede matar, el motor de vapor porque se usó en maquinaria de guerra, o Internet porque es una herramienta susceptible de ser usada para delinquir. Es falta de luces y de reflexión sobre lo que se pontifica, normalmente desde el desconocimiento más absoluto. Cuando hago notar al personaje que hablar de “las drogas” -como clasificación de ciertas sustancias- es ya algo totalmente acientífico, el tipo salta a una posición peor y más ridícula: dice que se refiere a las “drogas de abuso”. Como eso tampoco es una clasificación válida, le he propuesto que encuentre un término que le valga para señalar todas esas sustancias que odia, a ver si es capaz, ya que tiene todo tan claro al respecto.
La última perla que me ha dejado, es que entre “las drogas” él no incluye al alcohol (hombre, mira tú) y que el volumen necesario para considerarlo “droga” es enorme. Las dos afirmaciones ya desacreditan al interlocutor por completo para hablar de este tema, mostrando una parcialidad basada en criterios que nada tienen que ver con la ciencia y sí con la moral e intereses (del lobby del alcohol, en nuestro país nada despreciable) de un sector económicamente muy potentes, tanto que reciben -los fabricantes de alcohol, que no es droga- medallas por parte del Plan Nacional Sobre Drogas en nuestro país.
Pero no dejaba de preocuparme que un presunto científico fuera dándole pábulo a las mentiras de un medio de prensa, y más cuando son tan evidentes. Así que hice una búsqueda sobre el sujeto, de nombre Fernando de Castro Soubiret, y encontré que tiene un impresionante currículum en algunas áreas de alta especialización, con becas de esas de alto nivel (cobrando pastaza) que se gestan en los departamentos universitarios de los amigos y familiares, ya que de casta le viene al galgo. Muy especializado en cuestiones que nada tienen que ver con drogas (en el sentido común del término) pero que a pesar de esa especialización en un área que es ajena, es una de esas personas cuya formación sí le permitiría poner en duda la penosa información sobre drogas que se ofrece en ese texto y en otros del mismo autor.
¿Qué hace una persona que podría cuestionar todas esas tonterías dándoles pábulo en lugar de -públicamente- denunciarlas? Pues dar rienda suelta a sus convicciones morales, a sus creencias y alejarse (al abrir la boca) de todo aquello que huela a ciencia. Lo más triste, es que este caballero es un investigador que trabaja sobre enfermedades que se podrían beneficiar de muchas de esas sustancias que él califica de “drogas de abuso” excluyendo al alcohol (que de eso no se abusa), y que con semejante sesgo mental (casi “punto ciego”) a la hora de abordar temas que desconoce profundamente, deja claro que aunque tuviera la solución al mayor problema médico de la era delante de sus ojos, si dicha solución implicase tener que abrirse al conocimiento y abandonar las posiciones de su religiosa creencia contra las drogas, podría morirse la humanidad entera antes de que él lo viera: el fruto de sus trabajos, contendrá el sesgo que su mente imprime a lo que ve. Y eso es una limitación, triste y vergonzante para un presunto científico.
La desinformación sobre drogas y la drogofobia en los medios fueron institucionalizadas con el Pacto FAD hace ya lustros y, como podemos observar, han afectado a toda la sociedad llegando incluso a crear monstruitos dogmáticos -como el ya mentado- que son capaces de bloquear sus conocimientos de ciencia con tal de no crearse disonancias cognitivas que les sitúen en la incómoda duda.
Después, un poco más de búsqueda sobre el sujeto me terminó de aclarar por qué no conseguiría hacerle razonar, y mucho menos retractarse de su comentario alabando semejante basura de artículo inventado. Y es que el caballero también escribe artículos en medios generalistas y, entre bomberos, es mejor no pisarse la manguera.