Por Drogoteca
Hola, me llamo Jeffrey y soy un negro indigente, sin casa ni trabajo, que no tengo derecho a existir. O tal vez sólo tengo derecho a existir si existo sin tener derechos.
Eso ha intentado hacerme creer la policía a lo largo de mi vida, daba igual dónde porque la historia era siempre igual: ellos mandan y si no les gusta cómo obedeces -o si no obedeces- se desahogarán contra ti, con una paliza en el calabozo o usando el sistema legal de forma leguleya para causar intencionalmente daño.
En realidad no soy lo que ellos quieren que sea, y eso no lo han soportado nunca. Pueden hacerme daño físico o pueden echarme encima al sistema, pero no han conseguido romperme y hacer de mí un animal asustado que resultase domesticable y adiestrable para sus fines. De hecho, fui un chico como tú. Tuve una infancia difícil, porque era uno de los muchos hijos de una madre negra soltera en la pobreza de “la pesadilla americana”. Pero nos crió y nos sacó adelante. Terminé el instituto e incluso llegué a recibir formación universitaria. Y hasta me casé con una compañera, pero el matrimonio nos superó a ambos y acabamos -como otras tantas parejas jóvenes- separados al poco tiempo.
La ruptura de la pareja, junto con los empleos de baja calidad a los que podía tener acceso (con salarios miserables y abusos constantes) fueron la rampa cuesta abajo que se me presentó -desde entonces- como vida y que, a pesar de que no he dejado nunca de luchar, me llevó a tener que perder hasta mi techo y convertirme en un “homeless” más. Al principio viví un año en una tienda de campaña, pero aunque intentes mantener una vida normal, vivir en la calle te pasa una factura que no se casa con comodidades como esa. Después, he tenido que sobrevivir como otros muchos, luchando cada día y pidiendo ayuda (ya que trabajo no me dan), pero nunca he cometido un delito porque considero que ser pobre no me da derecho a ello.
Es feo pedir, pero peor es robar, dicen. Lo cierto es que a la policía de la pequeña ciudad donde “resido” no le parecía bien que pidiéramos, ellos preferían que nos muriéramos de hambre en la puta calle. Pero a mí que, aunque soy un negro lo soy con inteligencia, formación y coraje, no me parecía bien eso de que unos pistoleros armados a sueldo del estado fueran a forzarnos a desaparecer para su comodidad. Ellos nos acosaron, durante meses, por pedir dinero para comer de forma pacífica en la calle. Mi cartel decía “estoy sin casa y buscándome la vida”, como forma de indicar al viandante, de forma pacífica y no invasiva, que era un ser humano -negro, sí, pero humano a pesar de los maderos y el sistema- solicitando ayuda básica en una situación de extrema necesidad.
Fui detenido, golpeado, insultado, amenazado, robado, sufrí cacheos arbitrarios que incluían “el registro de orificios” (en el que unos policías te sujetan y otro con guantes te mete dos dedos dentro de tu culo y busca dentro, por si escondes una caja fuerte ahí) y todo tipo de humillaciones, que no sirvieron para doblegarme. De hecho me crecí. Y sin miedo les denuncié. Yo, el negro indigente, denunciando a la policía de la ciudad. Y lo mejor de todo, ganando la batalla y forzando a la policía a que dejase en paz a aquellos que tenemos la mala suerte de tener que pedir para sobrevivir. Ellos quisieron llegar a un acuerdo que incluía una nueva política de trato para estas personas, y yo cedí porque había conseguido que ganase la comunidad: todos habíamos ganado con una policía que dejase de perseguir, acosar, robar y violar mendigos por el simple hecho de ser pobres y sin recursos. Incluso tuvieron que pagarme unos cuantos miles de dólares que, obviamente, no disfruté ya que fueron para los abogados que llevaron el caso.
No era la primera vez que me había enfrentado a los abusos policiales, porque ya en otra ocasión había sido denunciado por la policía, encarcelado y encausado, por negarme a obedecer una orden verbal, por la que una pareja de policías decidía prohibirme pasar por una zona de acceso público. ¿La razón? Ja, pues la de siempre, un JNI: jodido negro indigente. Pero no quise rendirme y aceptar el castigo, así que planté cara y el asunto sentó un precedente legal sobre la capacidad de la policía a dictaminar, a su antojo, sobre el acceso a lugares públicos. Y también acabaron pactando y entregando otra suma de dinero que, de nuevo, se quedaron los abogados por su trabajo. Y es que ser pobre en USA es muy caro. Me encanta ver -cuando tengo acceso- el programa de John Oliver por sus mordaces y honestos enfoques, y no consigo olvidar el día que contaba nuestra realidad y la de la justicia americana: cómo éramos encarcelados -con el coste que eso supone para el estado y los contribuyentes- por el simple hecho de no tener dinero para pagar los costes legales de la defensa legal que, en teoría es un derecho constitucional, tienen que facilitarte si has de enfrentar un juicio. Todo eso es mentira y sólo sirve para que los ricos que están en sus casas de barrios protegidos, crean que la justicia es igual para todos. Es parte de nuestra pesadilla, porque vivimos en un sistema que mientras considera que eres suficientemente pobre para recibir “bonos para comida”, no eres suficientemente pobre para acceder a la justicia con abogado de oficio. Y a veces creo que es mejor, porque ahora mismo hay 43 estados de USA en los que se te cobran los gastos legales de tu defensa y si no tienes dinero para pagarlos, vas a la cárcel aunque no seas declarado culpable por el juez.
A un conocido, que estaba con una enfermedad terminal del pulmón, le detuvieron por no poder pagar los gastos de un juicio anterior y le metieron en la cárcel, pero estaba tan mal que fue llevado al hospital. Detenido por no tener dinero, además de la cárcel, le metieron una multa mayor, que si no pudo pagar -ni a plazos- su defensa legal anterior ahora lo haría ya imposible. ¿Cuántas veces consecutivas te pueden detener por no tener dinero para pagarles por la detención anterior, y además volver a facturarte por ello? Sé que al que no sea de aquí y conozca la realidad, esto le sonará a chiste, pero de broma no tiene nada y ésta es la realidad con la que nos hacen vivir.
La última de mis aventuras no elegidas con la policía, ésta desde la que todavía os hablo, se debió a unos gramos de marihuana. Ya sé que es legal en medio país, y que se vende en lujosas tiendas a precios espectaculares, pero la ley nunca fue igual para todos y esto es sólo otra excepción más. Me cogieron con unos porros en una bolsa y, además de quitármelos, mis queridos ‘hamigos‘ de la policía me esposaron, me metieron a golpes -como siempre que pueden- en el coche patrulla y sin dejar de meterme codazos durante el camino, me llevaron al calabozo para presentar cargos contra mí. Fui puesto ante el juez, quien decretó mi libertad bajo fianza de 100 dólares. ¿Bien, no? NO.
Para ti puede que 100 pavos sea algo asequible -y que si no los tienes puedas pedirlos- para evitar entrar en la cárcel. Pero no para mí, no ahora. Al ganar aquel proceso contra la policía, gané el derecho a pedir en la calle pero eso no te pone en un nivel en el que puedas tener 100 dólares para pagar una fianza. Y como dije antes, los pobres vamos a la cárcel por el simple hecho de no tener dinero, aunque eso sea totalmente inconstitucional, ya que de algo hay que mantener el sistema de prisiones privadas y todo el entramado de parásitos que viven de él. Y aunque nosotros no podamos pagar, somos la excusa para que el contribuyente pague: ni siquiera les interesamos para explotarnos, sólo somos cebo en su pesca deportiva de dinero público para fines privados.
La cosa es que aquí estoy, preso, sin nada que hacer y sometido físicamente a los antojos del grupo de carceleros que, se supone, están pagados para cuidarme entre otras cosas. Aunque algo ha debido de pasar en algún momento, porque me siento extrañamente ligero, y con un gran sentimiento de paz. Y eso no tiene sentido, porque lo último que recuerdo ahora mismo es que entraron en la celda los carceleros y recuerdo que me dijeron entre risas: “ahora te vas a enterar de lo que es denunciar a la policía, negro de mierda”. Recuerdo un golpe cerca de mi cabeza y un sonido agudo que precedió a mi pérdida de conciencia, y a esta sensación de felicidad que me embriaga ahora en este estado en el que ya no siento dolor, ni odio o rabia, ni miedo, ni nada negativo. Aquella luz -que veo sin abrir mis ojos- es el lugar al que ahora ya me dirijo…
Jeffrey Pendleton, muerto en un calabozo bajo control del estado. USA, año 2016.